LA VOZ DE LAS COSAS

Enrique Juncosa

Como se ha escrito a menudo, la pintura y la escultura fueron duramente cuestionadas en los anos sesenta y setenta durante la eclosión del arte conceptual. Muchos de los argumentos utilizados contra ellas entonces, como su énfasis en lo formal y su valor como bien de consumo, estaban basados en algunas ideas de principios del siglo XX, provenientes tanto de la teoría (Walter Benjamín, por ejemplo) como de la práctica (Marcel Duchamp). Sin embargo, y lejos de acabar con las prácticas que desde entonces llamamos objetuales, las nuevas perspectivas generadas en esos anos han logrado revitalizarlas radicalmente. La escultura ciertamente vivió un momento espectacular durante los últimos treinta anos del siglo pasado, tal y como demuestran los trabajos de artistas como Joseph Beuys, Bruce Nauman o Richard Serra, y continúa saludablemente, desarrollando sus ideas revolucionarias, de la mano de distintos escultores posteriores como por ejemplo Martin Puryear, Cristina Iglesias o Mark Manders. La obra de otros artistas fundamentales de finales del siglo pasado, como Marcel Broodhaerts, Daniel Buren o Hélio Oiticica, por otra parte, y cuya práctica puede ser descrita como crítica hacia la pintura (1), ha acabado influenciándola positivamente en algunos de sus desarrollos más recientes. Esto se percibe al observar el trabajo de artistas como Franz Ackerman, Arturo Herrera o Jim Lambie. Y podríamos poner más ejemplos. Igualmente, el desarrollo de las nuevas tecnologías digitales, con sus nuevos mecanismos de creación de imágenes, ha sido fundamental en este sentido, facilitando la invención de nuevos espacios pictóricos en la obra de Ati Maier, Terry Winters o Julie Mehretu (2). Ciertamente, seguir hablando de la muerte de la pintura, o de la escultura, es un anacronismo del siglo pasado, o si se prefiere una mera exageración. Eso no quita, sin embargo, que un grupo importante de artistas contemporáneos se haya decidido, con gran poder de persuasión, por la utilización de otros medios. Cualquiera que sean éstos, su uso tiene para la mayoría de artistas un valor instrumental. Y de hecho, el cine y la fotografía han sido igualmente cuestionados.

La pintura contemporánea más interesante, en todo caso, ya no se rige por categorías tradicionales como abstracción o figuración, o retrato y paisaje. En muchos casos ni siquiera puede definirse como pintura sobre lienzo. Incluso cuando sí se puede hablar de ella de estas formas, las peculiaridades de cada artista son mucho más relevantes que ese tipo de descripción. Este es el caso de la obra del irlandés Patrick Michael Fitzgerald, que es quien aquí nos ocupa, y cuya obra puede ser descrita, sin mayores problemas, como abstracta. Fitzgerald emplea también formatos y técnicas tradicionales. Su abstracción, sin embargo, no es un simple ejercicio reduccionista como el que caracterizó a la pintura en los anos de la modernidad. Los elementos formales en su pintura, veremos, no están en la cima de un sistema jerárquico de intenciones, sino que son parte de todo un conjunto de estrategias. Su obra es consciente de la gran tradición de la pintura de la modernidad, y Fitzgerald ha mencionado su interés en la obra de pintores como Pierre Bonnard, Malevich o Clyfford Still, pero también importan en ella toda una serie de experiencias personales. Igualmente, también existen el cine, la música, la poesía o la arquitectura. La pintura de Fitzgerald es una pintura atmosférica, y persigue un tipo de intensidad silenciosa que está alejada tanto de las proclamaciones emocionales como del simbolismo. Su poética, que admite “contrastes extremos” – Mondrian y Morandi, Munch y Ryman… -, tal y como el artista ha declarado al crítico y también poeta Juan Manuel Bonet (3), está cercana a la poesía de Francis Ponge, quien intentó descubrirnos, tal y como un médium voluntariamente neutral, la voz de las cosas que nos rodean.

Conocí la obra de Patrick Michael Fitzgerald hace cinco o seis anos. Los cuadros que hacía entonces solían ser ligeramente verticales y podían estar dentados. Estaban, además, divididos en dos o tres campos de color, uno principal y el otro, o los otros, casi como franjas de acotación. Sobre el espacio total del cuadro podían aparecer, puntos – de hecho agujeros -, guiones o una o dos líneas, creando sutiles efectos espaciales. Los colores eran apagados, predominado los ocres y los pardos, y también transparentes y profundos. Fitzgerald utiliza sobre el óleo, barnices y lacas, y el espectador puede adivinar el número de capas que han dado lugar al cuadro. Se trataba de una pintura que exploraba, o sugería, efectos luminosos sobre particulares espacios arquitectónicos o naturales. Su luz ambigua y emocional los llevaba, sin embargo, claramente más allá de lo que podrían ser, como ya apuntábamos, simples juegos formales reduccionistas. Eran cuadros donde la geometría era importante, pero presentada con una luz que matizaba su racionalidad. Todo el resultado, y debemos añadir que Fitzgerald tiene una preferencia por los formatos pequenos, desprendía una cierta idea de fragilidad. Sus espacios eran espacios vividos o cotidianos, más que inventados, sugiriendo las horas del amanecer o del atardecer, cuando la luz es precisamente ambigua. De hecho, Fitzgerald tituló una de sus exposiciones, en la Rubicon Gallery de Dublín en el ano 2002, y que mostraba trabajos como los que he intentado describir aquí, The Morning Hours.

Posteriormente, aunque de una forma gradual o pausada, los cuadros se han ido complicando, y la geometría ha dado lugar, a veces, a espacios mucho más orgánicos. Si antes podíamos imaginar espacios arquitectónicos, ahora se sugieren sombras, movimientos, jardines. También la paleta se ha tornado más oscura y variada, incluyendo verdes, rojos y azules. El dibujo es también más complejo, convirtiéndose en un elemento integral de la pintura, y ciertas líneas y zonas de color están quebradas, por eso, de forma irregular. Los espacios son más profundos y densos, y los contrastes luminosos mucho más marcados. La pincelada se ha vuelto también mucho más visible, y en alguna pintura como Valley (2006-7), la materia es especialmente evidente. Hay menos barnices y lacas, por lo que la superficie del cuadro parece además menos uniforme. La geometría, y su sustento sistemático – aunque todavía encontremos cuadros como System (2006) o Shift (2007) o Collapse (2007), que parecen aludir principalmente a cuestiones formales -, está socavada por todas estas nuevas irregularidades. Fitzgerald presenta los cuadros, además, colgados a diferentes alturas, enfatizando estas nuevas ideas ligeramente desestabilizadoras. Su tema último es, probablemente, la experiencia personal de diferentes espacios cotidianos y de diferentes fenómenos atmosféricos, y de hecho otros cuadros tienen títulos como Portbou (2006-7) o Mena (viento) (2002-7), que aluden directamente a esta posibilidad. Los cuadros no llegan a ser expresionistas, más bien hacen ostentación de su fragilidad. De hecho, giran alrededor de cuestiones inefables, aquellas de las que sólo se puede hablar mediante el arte mismo. El trabajo en serie, y la repetición o la variación, son casi parte integral de este tipo de búsqueda. Búsqueda que también puede ser entendida como meditación. Otro cuadro precisamente se titula Rumination (2006).

Los cuadros nuevos de Patrick Michael Fitzgerald me recordaron en primer momento, a ciertos cuadros de Ellsworth Kelly de principios de los anos 50, lo que se conoce como la etapa francesa del artista norteamericano. Después de un periodo figurativo inicial, Kelly produjo una serie de abstracciones basadas en sus propias fotografías de ventanas, columpios, ramas o sombras sobre escaleras. El origen real de estas obras, en espacial la serie titulada La Combe (1950-1), nos sería desconocido, probablemente, si no conociéramos las fotografías (4). Otras obras de Kelly, como November Painting (1950), parecen directamente relacionadas, en este caso ya desde el mismo titulo, con los trabajos de Fitzgerald que comentamos. Kelly, sin embargo, fue simplificando su obra para llegar a las abstracciones monocromáticas que le hicieron célebre. Fitzgerald persigue mayores niveles de complejidad, y no rechaza cuestiones semánticas. Sus pinturas, aún basándose en los juegos de luces y sombras que podemos observar en jardines o en el interior de distintos espacios arquitectónicos, además de en la memoria de ciertas pinturas amadas, presentan todos sus elementos enmarañados en una suerte de entidad psíquica total. Esta característica, mediante la que forma y tema se identifican y superponen, le acerca en estos momentos a la obra de madurez de Clyfford Still, aunque en la obra de Fitzgerald no hay nada de épica grandilocuente. Su luz, además, como en la obra de los franceses Bonnard o Vuillard, no es necesariamente metalingüística y se refiere a memorias experienciales o, si se prefiere, a cuestiones fenomenológicas. Como el poeta francés Francis Ponge, de nuevo, Fitzgerald describe intricada y meticulosamente un cierto tipo de experiencias comunes, y lo hace de una forma poética, pero su estilo reflexivo le aproxima al ensayo.


NOTAS:

(1) Este fue el tema de la exposición seminal Painting at the Edge of the World, comisariada por Douglas Fogle para el Walker Art Centre, Minneapolis, 2001.

(2) Ver el catálogo de la exposición Remote Viewing (Invented Worlds in Recent Paintings and Drawings), comisariada por Elisabeth Sussman para el Whitney Museum, Nueva York, 2005.

(3) Juan Manuel Bonet, Pétalos sobre una rama negra, en el catálogo de la exposición de Patrick Michael Fitzgerald y Eugenio Ortiz en el Museo Gustavo de Maetzu de Estella-Lizarra, 2007.

(4) Ver el catálogo de la exposición Ellsworth Kelly, Les années francaises, 1948-1954, comisariada por Jack Cowart y Alfred Pacquement en el Jeu de Paume, París, 1992.

© Enrique Juncosa, 2007

Texto publicado en el catálogo para la exposición Patrick Michael Fitzgerald - Pintura y Dibujo, 2007 en Ciudadela de Pamplona, Pabellón de Mixtos y Centre Culturel Irlandais, Paris.             ISBN 978-0-9554084-2-7